LA CONFESIÓN DE UNA MADRE
PATRICIA BISSELL
A mis 29
años, di a luz a Wally, le puse un dedo en la manecita, y él lo asió
firmemente. Veinte años después, al convertirse en estrella de ballet en Nueva
York, fue conocido como Patrick Bissell. Si se me hubiera dado la oportunidad
de formular un deseo en aquellos tempestuosos días, habría suplicado para él
una vida serena y una niñez diferente de la que tuvo. Millones de madres se
enfrentan con  éxito a las frustraciones
cotidianas de la crianza de los hijos, pero no pude. Ocultaba un siniestro
secreto que me hacia diferente. Un legado de inmenso poder destructivo bullía
en mi psique.
Nací en
1928, en el seno de una familia acomodada y acosada por demonios que deben de
haberse posado en las torcidas ramas de nuestro árbol genealógico desde hacia
muchísimo tiempo. Por donde se le mire, mi infancia fue un horror incesante.
Antes de que cumpliera yo dos años, mi madre murió a manos de un matasanos a
quién recurrió, obligada por mi padre, para que le provocara un aborto. Mi
padre me detestaba, y de ninguna manera deseaba tener un segundo hijo. Fuimos a
vivir con mi abuela paterna, mujer severa y santurrona, considerada lideresa en
nuestra iglesia y en la comunidad. Todos los recuerdos de mi primera infancia
están teñidos del miedo cerval que me inspiraba mi padre. Me azotaba casi a
diario con el asentador de cuero de sus navajas de afeitar (práctica que mi
abuela aprobaba), y a veces me encerraba en un armario. Los recuerdos de
escenas atroces de aquellos tiempos me ensucian la mente. Uno de los más
aterradores corresponde a la "guasa del recibidor", que a mi padre le
encantaba hacerme. Después de colocarme a horcajadas sobre sus hombros, se
ponía a bailar por toda la habitación, muerto de risa. Luego, pasaba por una
puerta y hacía que me estrellara la cabeza con el dintel de mampostería. En la
única fotografía que conservo de mi padre y de mi, aparecemos al frente de la
casa. Él me sostiene en brazos y sonríe, mientras que a mi se me ve el terror
en el semblante y en la actitud de rechazarlo con todas mis fuerzas.
Cuando
tenía yo siete años, un conocido de la familia lo mató a puñaladas en la
despensa de la casa. No recuerdo haber recibido del autor de mis días, ni de
nadie más en aquellos tiempos, la menor muestra de simpatía o de amor. Los
siguientes seis años viví con mi abuela. Ella siguió dándome palizas, porque me
hacían bien, según ella. Estoy segura de que mi abuela también trató a mi padre
con odio y violencia, y sospecho que los padres de ella acostumbraban pegarle.
Abrumada por la desesperación, jamás dije a nadie ni una palabra de lo que me sucedía.
Cuando regresaba de la escuela, me escondía detrás del selo y me quedaba
mirando la casa hasta el último instante en que mi ausencia no llamara la
atención.
Finalmente,
convertida ya en una adolescente huraña, me enviaron a una ciudad lejana a
vivir con mi abuela materna, una mujer bondadosa que nunca habría creído mis
terribles experiencias. Aquella nueva vida me dio la esperanza de escapar de mi
pasado.
Poco
después de que terminé la escuela preparatoria, me enamoré de un guapo ex
combatiente de la Marina al que había conocido en nuestra iglesia. Alto,
inteligente y ambicioso, iba a recibirse de ingeniero químico. Es amable y
tímido, cualidades tan admirables a mis ojos que, cuando me propuso matrimonio,
acepté con indecible júbilo.
Nos
casamos en 1947. Yo confiaba entonces plenamente en que nuestro amor borraría
la vergüenza de mi infancia. Ansiaba tener hijos, pues creía que me amarían, y
que yo los amaría a ellos. No sabía que me envenenaba una monstruosa
agresividad compulsiva, tan destructora como puede serlo cualquier enfermedad
genética.
En los
años siguientes nos mudamos 16 veces él 13 ciudades distintas, pues mi esposo
aprovechaba las oportunidades que se le presentaban en diversas compañías. A
cada mudanza buscábamos una iglesia protestante afín a nuestras creencias. 'Yo
cantaba en el coro y enseñaba doctrina en la escuela dominical. Pero la
violencia emocional y física me dominaba tan fácilmente como el amor aflora en
quienes fueron amados de niños.
Casi
desde el principio empecé a maltratar a mis hijos; les gritaba a los más
pequeños, y a los mayores los azotaba con un cinturón de cuero (nunca en
presencia de mi marido; el solía ausentarse por motivos de negocios). La más
pequeña falta me enfurecía. Así pues, golpeé la autoestima de los niños tanto
como sus cuerpos y lo primero quizá fue peor que lo segundo.
Necesitaba
desesperadamente ayuda, pero la vergüenza y el sentimiento de culpabilidad no
me permitían pedirla. Cuando le confesaba a algún médico, ministro religioso o
consejero que era "demasiada estricta con mis hijos", no lo tomaban
muy en serio. Aun después de mis dos intentos de suicidios, nadie supo deducir
mis motivaciones; los médicos se limitaban a recetarme una nueva pastilla.
Tomaba píldoras para calmarme para reanimarme y para dormir. Al final, esos
medicamentos sólo servían para alimentar al monstruo de madre  que me había convertido.
Wally
llegó a ser muy pronto mi víctima favorita. Una madre normal habría estado
fascinada con él. No puedo imaginar a un niño que enfrentara a la vida con
ímpetu y deleite mayores a andar a los siete meses, y poco después corría por
toda la casa, gritando de alegría. Para mis hijos mayores, era una chispa de
luz en su medio aterrador.
Era
maravilloso: alegre, seguro de si, listo, audaz, y poseía los dones del
optimismo y de la buena coordinación muscular. Pero, hiciera lo que hiciera por
complacer a su madre (y nunca dejo de intentarlo), siempre le negué hasta el
menor indicio de gratitud. Llegaba a dirigirle "holas" y
"adioses" acartonados, pero jamás lo abracé, ni lo besé, ni lo
consolé.
A una
persona normal debe de resultarle muy difícil entender que una madre golpee a
su hijo, pero el pequeño Wally me conoció muy pronto. Él sabía cuándo había
hecho algo que provocaría mi ira. Un dormitorio desordenado bastaba para
suscitar una retahíla de gritos, y el sentimiento de culpa originaba la
violencia física. Mientras azotaba con una mano a Wally en las piernas y la
espalda, con la otra lo cogía de un brazo para que no huyera. Se quedaba
rnirándome directamente a los ojos con firmeza y una serenidad que de inmediato
me recordaban los episodios más lóbregos de mi infancia. De modo que arremetía
con el cinturón con más fuerza, y esto sólo recrudecía mi remordimiento y mi
rabia. Todo terminaba con una humillación progresiva, cuando lograba yo
doblegar aquella mirada y a Wally se le nublaban los ojos de dolor y miedo.
Sólo entonces lo soltaba, y al hacerla sentía un extraño alivio; una especie de
retorno a mis orígenes. Cierta noche, cuando él aún no cumplía siete años, lo
golpeé mucho y ni así me sentí apaciguada. Creo que me detuve por la misma
razón de siempre: temía lastimarlo tanto que los demás se enteraran de mi
terrible secreto. Entonces, lo saqué de la casa a empellones, me lo llevé por
la calle hasta un lugar oscuro, y ahí grité: ¿Por qué no te largas? ¡ya no
quiero ser tu madre!" Di la media vuelta y lo abandoné. Él regresó más
tarde a casa. AI día siguiente, como de costumbre, no mencionamos lo ocurrido.
En ocasiones corno esa sentía el impulso de abrazarlo y decirle que estaba
arrepentida, pero no sabía cómo hacerlo. Cuando lo intentaba, de inmediato
estaba otra vez fuera de mi.
Aún no sé
cómo pudo Wally sobrevivir a todo eso, como tampoco entiendo cómo sobreviví yo
a mí infancia. Wally luchaba con todas sus fuerzas por no dormirse, pues cuando
conciliaba el sueño lo asediaban toda clase de pesadillas; y yo, lejos de
consolarlo, lo castigaba por estar despierto. Hoy, al revisar las fotografías
del álbum familiar, puedo relatar paso a paso como destruí el espíritu de
Wally. En las fotos más viejas se ve una carita sonriente, de mirada cálida y
vivaz, pero en las subsecuentes, cuando Wally va creciendo, su expresión
evoluciona de la tristeza al temor, y luego a la cautela. Finalmente, al chico
de 15 años se le percibe en los ojos un latente desafío. Ya había encontrado el
consuelo y el alivio que tan tenazmente yo le había negado. Se había entregado
a la drogadicción, mortal compañera que no lo abandonaría el resto de su vida.
Su
hermana mayor le dio a Wally una luz de esperanza. Desde hacia años sabíamos
que él poseía vitalidad y coordinación muscular extraordinarias, y ella le
propuso que le acompañara a sus clases de ballet, cuando el chico tenía diez
años y ella 16. Nunca supe si mi hija realmente necesitaba una pareja, como nos
dijo, o sólo trataba de alejar a su hermano de mí; pero ese fue el punto de
partida de un~ espléndida carrera. Wally se abrió camino en las escuelas de
danza, gracias a  sus brillantes
actuaciones, pero al mismo tiempo consolidó
sus
hábitos letales: bebía mucho y experimentaba ávidamente con las, drogas, consumiéndolas,
e incluso vendiéndolas.
A sus 20
años, Wally, que era conocido profesionalmente bajo el nombre de Patrick
Bissell, llegó a los escenarios de ballet de Nueva York como pareja de algunas
de las mejores bailarinas del mundo. Excepcionalmente fuerte, con 1.88 metros
de estatura, las hacía girar sin el menor esfuerzo. Su encantadora y vigorosa
personalidad se reflejó en su arte, y adquirió fama porque contribuía a que sus
compañeras lucieran y bailaran bien. Los críticos se deshacían en elogios. En
los años  siguientes gozó de gran éxito;  en el pináculo de su carrera ganaba 250,000
dólares al año. En aquellos tiempos hicimos las paces, por decirlo así, y de
esa manera él dio una nueva muestra de  generosidad y buena voluntad. Pero cuando lo
visitaba en Nueva York, me daba cuenta de que seguía lastimosamente atrapado
por el alcohol y las drogas. Al contrario de lo que muchos piensan, Wally no
incurrió a la cocaína corno apoyo para darse valor y salir a escena, sino que
se refugiaba en los estimulantes después de las actuaciones. En cierta entrevista
que le hicieron, declaro: "Después de lograr un éxito, me castigo con las
drogas. Trato de destruirme~. En un extraño círculo vicioso. No sabe uno por
qué razón reacciona así el cerebro".
Desde luego,
 creo yo sí sé la razón de que el cerebro
de Wally reaccionara de esa manera. Por muy impresionante que fuera su actuación,
y por más que el público y los críticos la celebraran, él siempre sentía que no
daba la medida. Tal sentimiento de fracaso fue la terrible herencia que recibió
de mí. Llevaba todas las de perder. El 29 de diciembre de 1987, varios meses
después de que Wally saliera de un tratamiento de rehabilitación para cocainómanos,
su novia encontró su cuerpo inerte en un sofá en su apartamento de Hobokan. Nueva
Yérsey. La autopsia revelo que su organismo estaba saturado de toda clase de
estupefacientes. Cuando nos  enteramos 
enfermé de remordimiento. Para entonces ya había comprendido, gracias a
una terapia intensiva, lo que les hice a mis hijos, y porque. Pero era ya
demasiado tarde para dar marcha atrás. Había despojado a Wally de lo necesario
para enfrentarse a la vida.
¿Por qué relato esta pavorosa historia? 
Habrá
quien no la crea. Otros pensarán que lo hago por justificarme, y otros más consideran
que es mejor que es mejor no rumiar tan desagradables recuerdos. Pero, si  escribo todo esto, es por las dos hermanas y
los dos hermanos de Wally, quienes no tienen hijos aún. Deseo con toda mi alma
que comprendan las circunstancias  en que
fuimos criados, y de esa manera estén mejor preparados emocionalmente para
sobreponerse a la  nefasta herencia que
les dejé. Escribo, también, para aquellos que por propia experiencia saben que estos
horrores pueden ocurrir. Quisiera que se me escuchara  quienes se sienten victimas sin esperanza de
maltratos y violencia como los que he descrito, y decirles: busquen ayuda.
No creo
que a ningún mortal le baste su sola fuerza para romper estos círculos viciosos.
Pero Iodos tenemos a nuestro alrededor gentes buenas dispuestas a ayudarnos. Mi
deseo es que nunca más tenga nadie que enfrentarse, solo y desamparado, a
angustias tan devastadoras como las que emponzoñaron mi vida y la vida que le di
a mi hijo.
READER´S DIGEST
SELECCIONES, FEBRERO DE 1989
SI
me hizo reflexionar la confesión de la mujer y su vida que cada vez le hizo perder mas la cordura aunque solo lo queria olvidar ,(bruno prado)
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